domingo, 11 de septiembre de 2011

Alis ¡Cuánto me emocionó el relato de la vida de tus padres, del campo! ¡Qué gente! Esos sí que eran serios en sus vidas e hicieron en serio al país. Todo eso yo también lo vi y lo viví. ¡Qué hermoso! Se me escaparon unos lagrimones. Felicitaciones.
Talija.

viernes, 9 de septiembre de 2011

8 AÑOS SON SUFICIENTES


Nuestro país (como casi toda América Latina) recién está dando sus primeros pasos en la vida democrática, ya que, pese a sus 200 años, sus inicios se caracterizaron por una democracia con grandes falencias: caudillismos, corrupción en las elecciones, discriminación de la mujer y las frecuentes interrupciones por los gobiernos de facto. En suma, no llegamos aún a 30 años de ejercicio de la democracia real.
Y quizás por esta inexperiencia es que cometemos errores.
Considero que una persona que asume el poder, sea legislativo o ejecutivo, lo hace porque tiene proyectos que quiere realizar. Ya sea un concejal, un diputado o senador (provinciales y nacionales), se supone que se postula para ese cargo porque pretende lograr la sanción de alguna ley, en algún tema concreto. Si después de 8 años de ocupar una banca, no lo ha obtenido, es evidente que su objetivo no fue alcanzado y debe retirarse. Y si logró lo que se proponía, es hora de dejarle el espacio a otra persona que, seguramente, tendrá también sus proyectos que presentar.
Más contundente aún, es el caso del poder ejecutivo: si un intendente, gobernador o presidente, que basó su campaña electoral en una serie de promesas para los ciudadanos, después de 8 años no logró cumplirlas, debe reconocer que su gestión fracasó y retirarse. Y si, en cambio, logró lo prometido, también debe retirarse y dejarle la posibilidad a las nuevas generaciones, que traerán nuevas propuestas y soluciones.
8 años son muchos, en la vida de un ciudadano, para que sus representantes le cumplan lo que le prometieron. PRETENDER CONTINUAR MÁS AÑOS EN EL MISMO PUESTO ES SEÑAL DE QUERER ENQUISTARSE EN EL PODER, SUBESTIMAR A LOS DEMÁS, SER HEGEMÓNICOS Y SATURAR AL CIUDADANO CON SU IMAGEN.
Además, creo que ya es hora de archivar las boletas "sábanas" e implementar la boleta única, que demostró en Santa Fe, ser excelente y evitó todo tipo de corrupción en las elecciones.

jueves, 8 de septiembre de 2011

ELDA ARDUSSO de PRINCIPE


El primer recuerdo que tengo de mi madre (de tantas veces que me lo contaron) es que estaba a caballo, sacando agua del pozo cuando comenzó con el trabajo de parto. Desmontó, envió a José, "el mensual", que vaya a buscar a mi padre que estaba trabajando en el campo y fue a prepararse para trasladarse al pueblo, a parir a su primera hija: yo.
Los recuerdos que siguen son nebulosos: veo una joven cubriéndose con pantalones, grandes camisas mangas largas y sombrero para salir a hacer "los trabajos": acarrear agua, recoger los huevos, trabajar la quinta... Mucho después me enteré que todo ese ritual de cubrirse para salir al sol tenía un motivo muy importante: cuando las chicas del campo iban al pueblo, tenían que estar tan blanquitas como las pueblerinas, porque si estaban tostadas por el sol, las trataban despectivamente de "gringuitas del campo".
Mis recuerdos se hacen más sólidos a partir de los cuatro años, cuando nos mudamos de la chacra de los abuelos a la propia. Acababa de nacer mi hermano Raúl y las imágenes que tengo de mi madre de aquella época es que cantaba todo el día mientras realizaba sus múltiples actividades. Comenzaba muy temprano el día, ordeñando la vaca de donde se proveía de la leche para nuestros desayunos y meriendas, postres y dulces (los dulces de todo tipo y frutas abrillantadas eran una de sus especialidades; también las tortas y pan dulce).
Además de ocuparse de nosotros, confeccionaba la ropa para todos, bordaba a mano y a máquina sábanas, manteles, servilletas, toallas y tejía a dos agujas nuestros abrigos y al crochet infinidad de carpetas y carpetitas (que hoy luzco por todas partes en mi casa).
Añadir imagenCriaba cientos de gallinas y con la venta de pollos y huevos nos proveía de todo lo necesario para el sustento del hogar, se ocupaba de cuidar los cítricos (que las constantes inundaciones fueron secando) y de controlar los animales cuando mi padre estaba muy ocupado trabajando la tierra.
También cultivaba la quinta: cada almácigo con sus contornos delimitados con hilos y plumas, que con el movimiento que les imprimía el viento funcionaban como espantapájaros. Todo lo que era necesario en nuestra cocina estaba ahí; ¡era tan fácil ir a recoger los tomates, cortar la lechuga o arrancar las rabanitos para preparar la ensalada!, ¡pero cuántas horas de trabajo y esfuerzo le demandaban!
En tiempo de cosecha (era la época de las primeras cosechadoras, cuando se embolsaba el cereal) preparaba y servía las cuatro comidas diarias para veinte personas en tres turnos, porque el trabajo de la máquina no se detenía mientras había buen tiempo.
Y, además, se hacía tiempo para leer cuanto cayera en sus manos y también escribir, sobre todo poesías.
A todo esto había perdido dos bebés y mi madre ya no cantaba. pero siguió intentándolo, y nació Omar, el benjamín de la familia. Para ese entonces había sido necesario que nos mudemos al pueblo para que podamos asistir a la escuela y tuvo que modificar sus actividades: horas y horas sobre la máquina de coser semi industrial construyendo prendas para diversas personas, confeccionando "souvenier" para festejos varios y limitarse a una pequeña quinta en el patio, algunas flores y la cría de pocas gallinas en una jaula.
Cuando los hijos partimos hacia otras localidades para continuar nuestros estudios, se volcó totalmente al trabajo social, ayudando a los más necesitados y desprotegidos pero hasta el final de su vida la acompañó la añoranza por la vida en el campo.

lunes, 5 de septiembre de 2011

AIDMAR PRINCIPE

Era grande mi viejo. Un adelantado a su tiempo. Construyó su casa, en el campo, con el estilo "chalet" y le hizo colocar la cañería para el agua caliente: como en aquella época no existía la posibilidad de colocar un calefón o un termo tanque, la cañería del agua pasaba dentro del fogón de la cocina a leña. Era suficiente mantener el fuego encendido y el agua caliente llegaba a la cocina, el lavadero y el baño. Mis primas, cada vez que nos visitaban, pedían quedarse unos días en casa porque era toda una novedad abrir la canilla y que de la ducha caiga el agua calentita.
También le hizo colocar la instalación para los cables de electricidad, pese a las burlas de sus vecinos, porque estaba seguro que un día al campo llegaría "la luz eléctrica". Y llegó, pero lamentablemente demoró tantos años que él ya no estaba en el campo para disfrutarla.
Una mañana, al levantarme, me dijeron que tenía que quedarme a jugar dentro de la casa. Había llovido durante la noche y lo único que sobresalía era la casa y el galpón, el resto, estaba cubierto de agua. La única forma de salir y regresar a la chacra, era a caballo. A mi me fascinaba la habilidad que tenía mi padre para abrir los portones, sin bajarse del caballo y sosteniendo las bolsas con que traía los alimentos.
Las inundaciones se hicieron permanentes. Un día el viejo dijo: "Me voy a Santa Fe". No sé cuántas puertas habrá tenido que golpear, personas con que habló y tiempo que soportó en pasillos o salas de espera, en la burocracia de las oficinas públicas, pero una tardecita regresó y aseguró: "Van a hacer el canal".
Y sí, al poco tiempo llegó el ingeniero con un trípode y un aparatito que llamó mucho mi atención, pero que me decepcionó cuando me dejó asomarme a su lente, porque sólo se veían figuras geométricas. Cuarenta días estuvo el ingeniero hospedado en nuestra casa. Comenzó midiendo el campo y todos los días seguía avanzando hacia el lado del río y por las noches trabajaba en sus planos sobre la mesa del comedor.
Después llegaron las máquinas excavadoras. Y el canal se hizo. Y las inundaciones desaparecieron.
Mi padre tenía el color del sol en la piel, por el rudo trabajo en el campo. Había comenzado a trabajar desde muy chico y fue viviendo todas las etapas de la evolución del agro: caminó detrás del arado tirado por caballos, "juntó maíz" a mano, se subió al tractor Massey Harris con el arado de cuatro rejas (como no tenía cabina le había construido un toldo con hierro y lona, que luego fue adaptando con los tractores que se sucedieron: el Mac Kormyck -que arrancaba con nafta y después se pasaba a gas oil- , el Deutz 55, el Fiat 780 y el Massey); la trilladora (que se estacionaba en un rincón del campo y sólo desgranaba el cereal), la cortitrilla de arrastre (que ya permitía el embolse de granos), y finalmente la cosechadora a granel; anduvo a caballo, en sulky, en moto (primero una Douglas y luego una Indian), un camioncito Dogde de segunda mano, un ruidoso rastrojero y al final una camioneta Ford F 100 que tenía primera, segunda y tercera con palanca de cambio al volante.
Era de pocas palabras, pero cuando hablaba era contundente, con la expresión justa. Más que decir, nos daba ejemplo con sus actitudes concretas: fue miembro del Consejo de Administración Central de AFA, de la comisión directiva de AFA, de la filial de FAA, de la Comisión Pro-Templo, del Club Unión, de la Caja de Crédito (que alguna de las dictaduras que supimos padecer hizo desaparecer) y socio fundador de la Cooperativa Telefónica.
También incursionó como prestador de servicios: partía a mediados de diciembre hacia el sur con las máquinas cosechadoras y regresaba en febrero. ¡Cómo lo extrañábamos y qué tristes eran las fiestas de Navidad y fin de año sin él!
Fue pionero en la siembra de soja ya que en su chacra se sembraron las primeras semillas adquiridas por la cooperativa, cuando todavía no se practicaba la siembra directa y se contrataba cuadrillas de trabajadores para cortar los yuyos entre la soja, con azadas.
Jugó al fútbol hasta que sus rodillas dijeron "basta" y tuvo que resignarse a convertirse en árbrito en los partidos del campito o de los campeonatos entre cooperativistas.
De niña, me correspondía llevarle la merienda cuando estaba trabajando en el campo: un jarro con tapa y manija para el mate cocido y una canastita con el pan y salamito caseros. Un día, a medida que me acercaba a él, vi que detenía el tractor, se bajaba, buscaba algo entre el rastrojo. Tomó entre sus manos un nido de teros y lo cambió de lugar. Luego pasó con las herramientas por el surco que venía trabajando, se detuvo de nuevo y volvió a colocar el nido en su lugar. Jamás lo escuché hablar de la defensa del medio ambiente. No hacía falta. Me lo había enseñado muy bien.

viernes, 2 de septiembre de 2011

NAZARENO PRINCIPE

Algunas anécdotas de mi abuelo "gringo". Había llegado a Argentina de niño, con sus hermanos, donde se reencontró con su padre Sebastián, que había venido previamente a buscar trabajo.
Los primeros años trabajó en una fábrica de alpargatas en Buenos Aires, pero los niños no se adaptaban a la vida de la ciudad, así que se trasladaron a Córdoba a trabajar tierras ajenas, hasta que, después de años de esfuerzos y privaciones, recaló en Villa Eloísa donde finalmente logró tener su propia chacra. Allí se casó y nacieron sus hijos Armando, Aidmar y Osvaldo.

En una oportunidad tuvo la posibilidad de adquirir una chacra y no lo dudó: la compró y se la dio a un empleado que tenía muchos niños, porque le dolía que esos pequeños tuvieran que trabajar de boyeros. No hubo contrato escrito, sólo un apretón de manos y en los años siguientes, a medida que las cosechas lo permitieron, fue recuperando el dinero que había invertido en ese acto de caridad. Hoy, los descendientes de aquel empleado tienen un establecimiento agropecuario modelo en la zona.
La misma situación se repitió después, para que un cuñado se pudiera mudar desde Córdoba a una chacra vecina.

Un mediodía (que acababa de llegar del pueblo) sentado a la mesa, mientras tomaba la sopa, entre cucharadas, les dijo a su esposa e hijos: "Compré un campo".
"¡Cómo!" "¿Cuándo?" la sorpresa de todos lo apabullaban a preguntas. Y era así de simple, le habían ofrecido una chacra con un tambo funcionando, se dio cuenta que era una buena inversión, y no lo dudó.

Esa visión para las inversiones lo acompañó siempre. Cuando ya se había retirado de la actividad agropecuaria y disfrutaba de su jubilación en Fisherton, solía venir frecuentemente al campo en un jeep sin techo o se hacía traer con su hijo Osvaldo, piloto, en un pequeño avión.
En una ocasión llegó, como de costumbre, en avión, y al bajarse le anunció a sus hijos: "Viene un camión con hacienda"
"¿Dónde la ponemos?" "Tenemos todo organizado para la siembra" De nada valían los lamentos de sus hijos. Había ido a un remate, le gustó el lote de animales, lo compró y lo envió al campo.
Era la época de buenos tiempos para el campo.

Pero no todas sus inversiones eran materiales. Cuando sus hijos eran pequeños, contrató una maestra de Cañada de Gómez, que se hospedaba en su chacra de lunes a viernes, para que les enseñara a leer y escribir.
Pronto se percató que varios de sus vecinos no podían acceder a una maestra particular para sus niños. Con el vecino de enfrente (que años después sería su consuegro, o sea, mi abuelo materno) viajaron a la ciudad de Santa Fe y consiguieron el nombramiento de una maestra rural, con la condición de construir el edifico para la escuela.
Entre los vecinos de la zona, en la esquina de un cruce de caminos comunales, construyeron el edifico en tiempo récord y todos los niños de las chacras de la zona tuvieron acceso a la escuela primaria.
Esta escuela rural funcionó hasta la década del ´90 cuando con el neoliberalismo desapareció (como tantas cosas en nuestro país).