Algunas anécdotas de mi abuelo "gringo". Había llegado a Argentina de niño, con sus hermanos, donde se reencontró con su padre Sebastián, que había venido previamente a buscar trabajo.
Los primeros años trabajó en una fábrica de alpargatas en Buenos Aires, pero los niños no se adaptaban a la vida de la ciudad, así que se trasladaron a Córdoba a trabajar tierras ajenas, hasta que, después de años de esfuerzos y privaciones, recaló en Villa Eloísa donde finalmente logró tener su propia chacra. Allí se casó y nacieron sus hijos Armando, Aidmar y Osvaldo.
En una oportunidad tuvo la posibilidad de adquirir una chacra y no lo dudó: la compró y se la dio a un empleado que tenía muchos niños, porque le dolía que esos pequeños tuvieran que trabajar de boyeros. No hubo contrato escrito, sólo un apretón de manos y en los años siguientes, a medida que las cosechas lo permitieron, fue recuperando el dinero que había invertido en ese acto de caridad. Hoy, los descendientes de aquel empleado tienen un establecimiento agropecuario modelo en la zona.
La misma situación se repitió después, para que un cuñado se pudiera mudar desde Córdoba a una chacra vecina.
Un mediodía (que acababa de llegar del pueblo) sentado a la mesa, mientras tomaba la sopa, entre cucharadas, les dijo a su esposa e hijos: "Compré un campo".
"¡Cómo!" "¿Cuándo?" la sorpresa de todos lo apabullaban a preguntas. Y era así de simple, le habían ofrecido una chacra con un tambo funcionando, se dio cuenta que era una buena inversión, y no lo dudó.
Esa visión para las inversiones lo acompañó siempre. Cuando ya se había retirado de la actividad agropecuaria y disfrutaba de su jubilación en Fisherton, solía venir frecuentemente al campo en un jeep sin techo o se hacía traer con su hijo Osvaldo, piloto, en un pequeño avión.
En una ocasión llegó, como de costumbre, en avión, y al bajarse le anunció a sus hijos: "Viene un camión con hacienda"
"¿Dónde la ponemos?" "Tenemos todo organizado para la siembra" De nada valían los lamentos de sus hijos. Había ido a un remate, le gustó el lote de animales, lo compró y lo envió al campo.
Era la época de buenos tiempos para el campo.
Pero no todas sus inversiones eran materiales. Cuando sus hijos eran pequeños, contrató una maestra de Cañada de Gómez, que se hospedaba en su chacra de lunes a viernes, para que les enseñara a leer y escribir.
Pronto se percató que varios de sus vecinos no podían acceder a una maestra particular para sus niños. Con el vecino de enfrente (que años después sería su consuegro, o sea, mi abuelo materno) viajaron a la ciudad de Santa Fe y consiguieron el nombramiento de una maestra rural, con la condición de construir el edifico para la escuela.
Entre los vecinos de la zona, en la esquina de un cruce de caminos comunales, construyeron el edifico en tiempo récord y todos los niños de las chacras de la zona tuvieron acceso a la escuela primaria.
Esta escuela rural funcionó hasta la década del ´90 cuando con el neoliberalismo desapareció (como tantas cosas en nuestro país).
Los primeros años trabajó en una fábrica de alpargatas en Buenos Aires, pero los niños no se adaptaban a la vida de la ciudad, así que se trasladaron a Córdoba a trabajar tierras ajenas, hasta que, después de años de esfuerzos y privaciones, recaló en Villa Eloísa donde finalmente logró tener su propia chacra. Allí se casó y nacieron sus hijos Armando, Aidmar y Osvaldo.
En una oportunidad tuvo la posibilidad de adquirir una chacra y no lo dudó: la compró y se la dio a un empleado que tenía muchos niños, porque le dolía que esos pequeños tuvieran que trabajar de boyeros. No hubo contrato escrito, sólo un apretón de manos y en los años siguientes, a medida que las cosechas lo permitieron, fue recuperando el dinero que había invertido en ese acto de caridad. Hoy, los descendientes de aquel empleado tienen un establecimiento agropecuario modelo en la zona.
La misma situación se repitió después, para que un cuñado se pudiera mudar desde Córdoba a una chacra vecina.
Un mediodía (que acababa de llegar del pueblo) sentado a la mesa, mientras tomaba la sopa, entre cucharadas, les dijo a su esposa e hijos: "Compré un campo".
"¡Cómo!" "¿Cuándo?" la sorpresa de todos lo apabullaban a preguntas. Y era así de simple, le habían ofrecido una chacra con un tambo funcionando, se dio cuenta que era una buena inversión, y no lo dudó.
Esa visión para las inversiones lo acompañó siempre. Cuando ya se había retirado de la actividad agropecuaria y disfrutaba de su jubilación en Fisherton, solía venir frecuentemente al campo en un jeep sin techo o se hacía traer con su hijo Osvaldo, piloto, en un pequeño avión.
En una ocasión llegó, como de costumbre, en avión, y al bajarse le anunció a sus hijos: "Viene un camión con hacienda"
"¿Dónde la ponemos?" "Tenemos todo organizado para la siembra" De nada valían los lamentos de sus hijos. Había ido a un remate, le gustó el lote de animales, lo compró y lo envió al campo.
Era la época de buenos tiempos para el campo.
Pero no todas sus inversiones eran materiales. Cuando sus hijos eran pequeños, contrató una maestra de Cañada de Gómez, que se hospedaba en su chacra de lunes a viernes, para que les enseñara a leer y escribir.
Pronto se percató que varios de sus vecinos no podían acceder a una maestra particular para sus niños. Con el vecino de enfrente (que años después sería su consuegro, o sea, mi abuelo materno) viajaron a la ciudad de Santa Fe y consiguieron el nombramiento de una maestra rural, con la condición de construir el edifico para la escuela.
Entre los vecinos de la zona, en la esquina de un cruce de caminos comunales, construyeron el edifico en tiempo récord y todos los niños de las chacras de la zona tuvieron acceso a la escuela primaria.
Esta escuela rural funcionó hasta la década del ´90 cuando con el neoliberalismo desapareció (como tantas cosas en nuestro país).
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