lunes, 5 de septiembre de 2011

AIDMAR PRINCIPE

Era grande mi viejo. Un adelantado a su tiempo. Construyó su casa, en el campo, con el estilo "chalet" y le hizo colocar la cañería para el agua caliente: como en aquella época no existía la posibilidad de colocar un calefón o un termo tanque, la cañería del agua pasaba dentro del fogón de la cocina a leña. Era suficiente mantener el fuego encendido y el agua caliente llegaba a la cocina, el lavadero y el baño. Mis primas, cada vez que nos visitaban, pedían quedarse unos días en casa porque era toda una novedad abrir la canilla y que de la ducha caiga el agua calentita.
También le hizo colocar la instalación para los cables de electricidad, pese a las burlas de sus vecinos, porque estaba seguro que un día al campo llegaría "la luz eléctrica". Y llegó, pero lamentablemente demoró tantos años que él ya no estaba en el campo para disfrutarla.
Una mañana, al levantarme, me dijeron que tenía que quedarme a jugar dentro de la casa. Había llovido durante la noche y lo único que sobresalía era la casa y el galpón, el resto, estaba cubierto de agua. La única forma de salir y regresar a la chacra, era a caballo. A mi me fascinaba la habilidad que tenía mi padre para abrir los portones, sin bajarse del caballo y sosteniendo las bolsas con que traía los alimentos.
Las inundaciones se hicieron permanentes. Un día el viejo dijo: "Me voy a Santa Fe". No sé cuántas puertas habrá tenido que golpear, personas con que habló y tiempo que soportó en pasillos o salas de espera, en la burocracia de las oficinas públicas, pero una tardecita regresó y aseguró: "Van a hacer el canal".
Y sí, al poco tiempo llegó el ingeniero con un trípode y un aparatito que llamó mucho mi atención, pero que me decepcionó cuando me dejó asomarme a su lente, porque sólo se veían figuras geométricas. Cuarenta días estuvo el ingeniero hospedado en nuestra casa. Comenzó midiendo el campo y todos los días seguía avanzando hacia el lado del río y por las noches trabajaba en sus planos sobre la mesa del comedor.
Después llegaron las máquinas excavadoras. Y el canal se hizo. Y las inundaciones desaparecieron.
Mi padre tenía el color del sol en la piel, por el rudo trabajo en el campo. Había comenzado a trabajar desde muy chico y fue viviendo todas las etapas de la evolución del agro: caminó detrás del arado tirado por caballos, "juntó maíz" a mano, se subió al tractor Massey Harris con el arado de cuatro rejas (como no tenía cabina le había construido un toldo con hierro y lona, que luego fue adaptando con los tractores que se sucedieron: el Mac Kormyck -que arrancaba con nafta y después se pasaba a gas oil- , el Deutz 55, el Fiat 780 y el Massey); la trilladora (que se estacionaba en un rincón del campo y sólo desgranaba el cereal), la cortitrilla de arrastre (que ya permitía el embolse de granos), y finalmente la cosechadora a granel; anduvo a caballo, en sulky, en moto (primero una Douglas y luego una Indian), un camioncito Dogde de segunda mano, un ruidoso rastrojero y al final una camioneta Ford F 100 que tenía primera, segunda y tercera con palanca de cambio al volante.
Era de pocas palabras, pero cuando hablaba era contundente, con la expresión justa. Más que decir, nos daba ejemplo con sus actitudes concretas: fue miembro del Consejo de Administración Central de AFA, de la comisión directiva de AFA, de la filial de FAA, de la Comisión Pro-Templo, del Club Unión, de la Caja de Crédito (que alguna de las dictaduras que supimos padecer hizo desaparecer) y socio fundador de la Cooperativa Telefónica.
También incursionó como prestador de servicios: partía a mediados de diciembre hacia el sur con las máquinas cosechadoras y regresaba en febrero. ¡Cómo lo extrañábamos y qué tristes eran las fiestas de Navidad y fin de año sin él!
Fue pionero en la siembra de soja ya que en su chacra se sembraron las primeras semillas adquiridas por la cooperativa, cuando todavía no se practicaba la siembra directa y se contrataba cuadrillas de trabajadores para cortar los yuyos entre la soja, con azadas.
Jugó al fútbol hasta que sus rodillas dijeron "basta" y tuvo que resignarse a convertirse en árbrito en los partidos del campito o de los campeonatos entre cooperativistas.
De niña, me correspondía llevarle la merienda cuando estaba trabajando en el campo: un jarro con tapa y manija para el mate cocido y una canastita con el pan y salamito caseros. Un día, a medida que me acercaba a él, vi que detenía el tractor, se bajaba, buscaba algo entre el rastrojo. Tomó entre sus manos un nido de teros y lo cambió de lugar. Luego pasó con las herramientas por el surco que venía trabajando, se detuvo de nuevo y volvió a colocar el nido en su lugar. Jamás lo escuché hablar de la defensa del medio ambiente. No hacía falta. Me lo había enseñado muy bien.

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