domingo, 7 de junio de 2015

             CARTAS

   Hubo una época en la historia de la humanidad que las personas tenían tiempo de escribir cartas. Y no estoy hablando de tiempos remotos. No. Estoy refiriéndome apenas a nuestra juventud y hasta de nuestra adultez.
   A la generación de hoy, con la inmediatez de internet, teléfonos personales y medios inteligentes, hablarles de escribir una carta es provocarlos a que nos miren, como mínimo, como a dinosaurios.
   Cuando me tocó desarmar la casa paterna (tarea ingrata si las hay), me llevé varias sorpresas. Una de ellas fue la cantidad de correspondencia familiar que encontré en el mueble de los papeles. Ahí estaban, por ejemplo, las cartas que intercambiábamos con mi hermano cuando él estudiaba en Río Cuarto. ¡Dos cartas semanales, como mínimo! Era nuestra forma de chatear. Y, claro, en esa época el correo funcionaba bien.
   Pero lo más fuerte fue el hallazgo de una vieja caja, pero en buen estado, cerrada. La abrí con gran curiosidad: eran las cartas que se escribieron mis padres durante toda la vida. Por su trabajo, mi viejo pasaba tiempo lejos de casa y no existían los celulares y los teléfonos, los pocos que había, no tenían llamadas directas a larga distancia, así que las cartas iban y venían permanentemente. Pero también había cartas, notitas y tarjetas, que no eran "de larga distancia".
   Intenté adentrarme en ese mundo íntimo, misterioso del amor, pero el pudor de entrar en un lugar sagrado, que ellos habían construido a lo largo de los años, me detuvo a sólo mirar algunas fechas, encabezamientos o firmas y decidí que lo mejor era que el fuego las consumiera en una sola llama, como habían sido sus vidas.

CUENTO - 18-03-15

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