lunes, 21 de enero de 2008

AMANECER SANGRIENTO

Si, ahora alcanzo a ver: es una playa. Una playa inmensa, desierta, tibia. La veo, frente a mi, y no sé si es tan grande porque la marea ha bajado hasta su máximo encogimiento, dejando la arena húmeda de soledad y ensanchando una playa que ya antes era inmensa, o no sé si yo la veo tan grande porque me siento pequeña ante tanta majestuosidad.
Mi vista se fija allá, enfrente, en las curvas ondulantes de las olas inquietas, que tienen aún el color verde oscuro, aunque en el fondo pareciera esconderse un tesoro, ya que tiene una transparencia de agua marina, producto de los hilos dorados, que aún no llegan a la superficie.
Por eso el cielo no es azul, pero tampoco es negro, y se pierde más lejos aún, en una línea curva; aunque a medida que pasan los minutos, al mismo tiempo que el aire fresco y húmedo que viene del mar y se pega a mi piel y me acaricia y me envuelve, va cambiando, poco a poco, haciéndose más dulce y más tibio. El color, allá donde se confunden cielo y mar, comienza a moverse: se aclara primero; luego los colores comienzan una danza fantástica frente a mis ojos azorados, que no quieren pestañear, para no perder ninguno de sus acompasados movimientos, donde las primeras figuras, en esta danza tan extraña, son un rosa pálido que deja lugar a un rosa intenso, tan intenso que no me doy cuenta cuando es el naranja el que ya ocupó su lugar, y sigue, después, tras ese azul que forma marco y que ahora sí es azul, cada vez más vivo, cada vez más diferente del verde que también se aclara y que es la fuente de donde se nutre una figura de movimientos cada vez más rápidos y más violentos, hasta que así, intespestivamente, hace su entrada en escena, el rojo vivo en su bola de fuego, inagurando un nuevo día.
Recién ahora, mis ojos doloridos de tanto esfuerzo por seguir aquella danza loca, comienzan a descender lentamente, y descubren las olas mansas que mojan mis pies.

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