Esa mañana, Adolfo Rauch, se despertó de excelente humor. No bien se hubo levantado tomó algunos mates y entonó una vieja canción en la cocina, procurando no despertar a su mujer y a su hija que dormían en paz. Era la vieja canción india que tanto le había cantado su madre.
Caminaba por la amplia cocina, luminosa y fresca y miraba cada cosa con cariño, más bien con nostalgia, porque todo estaba ahí por generaciones: la cocina a leña, el baúl de madera para guardar la leña, los aparadores de madera rústica, las pesadas sillas y mesa que ocupaban el centro de la habitación, las lámparas de hierro que habían sido modificadas para transformarlas en eléctricas, las cortinas de tela con las puntillas tejidas por la abuela ...
Si, el casco de la estancia se mantenía tal cual lo levantara su abuelo, el general Eusebio Rauch.
Pasó frente a la puerta de vidrio y su figura alta y delgada se reflejó en ella: la piel cobriza y el cabello negro de mamá y la contextura fuerte y los ojos verdes de papá, pensó, como tantas veces que se veía en el espejo.
En esa actitud lo encontró su hija, que apareció con su mata de pelo negro suelto y los pies descalzos con cara de sueño y le interrumpió la canción pidiéndole que terminara con esa vieja historia de pasados y recuerdos, que viviera el presente, que se preocupara por los que tenía alrededor. La historia de siempre: su hija adolescente que no valoraba sus raíces mestizas. Para ella nada significaba que él hubiera repetido la historia de su padre y se hubiera casado con una india.
Diez años habían pasado desde aquella época feliz donde las preocupaciones más graves de la familia eran los enfrentamientos por las cosas cotidianas y la educación de los niños.
Ahora la estancia vivía los días febriles de la preparación de la boda de su hija: todo el mundo estaba ocupado y apurado y él deambulaba en medio de ese caos de preparación de comidas, arreglos florales, pruebas de vestuarios, sin encontrar qué hacer.
Se instaló en un sillón hamaca en la sombra de la galería y pensó en la abuela: cuánto le costó aceptar el hecho consumado cuando su padre le anunció que se había casado con una india. ¡Cuántos esfuerzos hizo la pobre vieja para aceptarlo a él, su nieto morenito, e inculcarle las costumbres y el orgullo del abuelo Rauch!
La abuela se había hecho cargo de él desde un principio: toda su educación corrió por cuenta de ella, desde leer y escribir y el comportamiento en la mesa, hasta la administración de la estancia.
Su viaje al país de los recuerdos se trasladó a ese día de diciembre, dos años atrás, cuando Natacha apareció con ese auto deportivo rojo, el pelo al viento y el novio en el asiento de al lado.
¡Este sí que fue del agrado de la abuela: tan blanco él, tan rubio, tan verdes sus ojos, tan porteño él! Era tan grande el contraste entre los ojos y el pelo negros de Natacha y la blancura de Martín y sin embargo la abuela no tuvo reparos en decirle:
_ Tus hijos van a ser tan claritos, querida ...
_ ¡Nana! ¿Qué decís?
_ La verdad, mi hijita, tus hijos ya no serán mestizos, como tu padre.
_ ¡Vos y tus historias del pasado, Nana! ¿Es que siempre tienen que estar presente?
_ Pero si hasta tiene los ojos verdes, como los Rauch; ¡elegiste muy bien, mi hijita!
_¡Papá! ¡Papá! _ la voz de su hija lo volvió al presente.
_ ¡Ah...! ¡Al fin te encuentro, papá! Tenemos que ensayar la ceremonia. Sos el padrino y tenés que entregar a la novia. Quiero que todo sea perfecto, hasta el mínimo detalle ...
No escuchó el final de lo que decía su hija: la miraba y creía estar viendo a la abuela, la abuela cuando era joven, pero en versión morena.
Recordó aquella noche en que después de la cena, él, su esposa Ayelén, Natacha y la abuela se habían puesto a mirar fotos de la galería, contando anécdotas y cantando viejas canciones. Sonrió recordando las actitudes opuestas de la abuela que rescataba su genealogía de inmigrantes blancos, rubios y civilizados y la de Ayelén, orgullosa de sus antepasados mapuches y la riqueza de su cultura. Complementándose y respetándose habían logrado conformar su maravillosa familia.
Caminaba por la amplia cocina, luminosa y fresca y miraba cada cosa con cariño, más bien con nostalgia, porque todo estaba ahí por generaciones: la cocina a leña, el baúl de madera para guardar la leña, los aparadores de madera rústica, las pesadas sillas y mesa que ocupaban el centro de la habitación, las lámparas de hierro que habían sido modificadas para transformarlas en eléctricas, las cortinas de tela con las puntillas tejidas por la abuela ...
Si, el casco de la estancia se mantenía tal cual lo levantara su abuelo, el general Eusebio Rauch.
Pasó frente a la puerta de vidrio y su figura alta y delgada se reflejó en ella: la piel cobriza y el cabello negro de mamá y la contextura fuerte y los ojos verdes de papá, pensó, como tantas veces que se veía en el espejo.
En esa actitud lo encontró su hija, que apareció con su mata de pelo negro suelto y los pies descalzos con cara de sueño y le interrumpió la canción pidiéndole que terminara con esa vieja historia de pasados y recuerdos, que viviera el presente, que se preocupara por los que tenía alrededor. La historia de siempre: su hija adolescente que no valoraba sus raíces mestizas. Para ella nada significaba que él hubiera repetido la historia de su padre y se hubiera casado con una india.
Diez años habían pasado desde aquella época feliz donde las preocupaciones más graves de la familia eran los enfrentamientos por las cosas cotidianas y la educación de los niños.
Ahora la estancia vivía los días febriles de la preparación de la boda de su hija: todo el mundo estaba ocupado y apurado y él deambulaba en medio de ese caos de preparación de comidas, arreglos florales, pruebas de vestuarios, sin encontrar qué hacer.
Se instaló en un sillón hamaca en la sombra de la galería y pensó en la abuela: cuánto le costó aceptar el hecho consumado cuando su padre le anunció que se había casado con una india. ¡Cuántos esfuerzos hizo la pobre vieja para aceptarlo a él, su nieto morenito, e inculcarle las costumbres y el orgullo del abuelo Rauch!
La abuela se había hecho cargo de él desde un principio: toda su educación corrió por cuenta de ella, desde leer y escribir y el comportamiento en la mesa, hasta la administración de la estancia.
Su viaje al país de los recuerdos se trasladó a ese día de diciembre, dos años atrás, cuando Natacha apareció con ese auto deportivo rojo, el pelo al viento y el novio en el asiento de al lado.
¡Este sí que fue del agrado de la abuela: tan blanco él, tan rubio, tan verdes sus ojos, tan porteño él! Era tan grande el contraste entre los ojos y el pelo negros de Natacha y la blancura de Martín y sin embargo la abuela no tuvo reparos en decirle:
_ Tus hijos van a ser tan claritos, querida ...
_ ¡Nana! ¿Qué decís?
_ La verdad, mi hijita, tus hijos ya no serán mestizos, como tu padre.
_ ¡Vos y tus historias del pasado, Nana! ¿Es que siempre tienen que estar presente?
_ Pero si hasta tiene los ojos verdes, como los Rauch; ¡elegiste muy bien, mi hijita!
_¡Papá! ¡Papá! _ la voz de su hija lo volvió al presente.
_ ¡Ah...! ¡Al fin te encuentro, papá! Tenemos que ensayar la ceremonia. Sos el padrino y tenés que entregar a la novia. Quiero que todo sea perfecto, hasta el mínimo detalle ...
No escuchó el final de lo que decía su hija: la miraba y creía estar viendo a la abuela, la abuela cuando era joven, pero en versión morena.
Recordó aquella noche en que después de la cena, él, su esposa Ayelén, Natacha y la abuela se habían puesto a mirar fotos de la galería, contando anécdotas y cantando viejas canciones. Sonrió recordando las actitudes opuestas de la abuela que rescataba su genealogía de inmigrantes blancos, rubios y civilizados y la de Ayelén, orgullosa de sus antepasados mapuches y la riqueza de su cultura. Complementándose y respetándose habían logrado conformar su maravillosa familia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario