Lleva una bufanda a cuadros enrollada en el cuello y unos zapatones gastados y descoloridos. Faltos de betún y de cuero, también.
Por debajo de su gorra asoman mechones grisáceos de cabellos que en un tiempo fueron rubios como sus anchos bigotes.
Es alto, fuerte y todavía erguido. De anchas espaldas.
Los años pasaron sobre él y dejaron su marca, con las profundas arrugas que cruzan sus mejillas y su frente.
Las manos, de dedos largos y nudosos, suelen detenerse a acariciar alguna cabecita morena que se pone a su alcance, cuando le piden que les alcance la pelota.
Esas mismas manos que, paciente pero metódicamente, barren las veredas de la plaza con una enorme hoja de palmera o trasplanta sabiamente retoños en los canteros y, a veces, vuelve a colocar, con inmensa ternura, algún nido de pajarillos que el viento tempentuoso ha tirado al suelo.
Al atardecer se aleja tarareando una vieja melodía de su patria natal y lejana.
Por debajo de su gorra asoman mechones grisáceos de cabellos que en un tiempo fueron rubios como sus anchos bigotes.
Es alto, fuerte y todavía erguido. De anchas espaldas.
Los años pasaron sobre él y dejaron su marca, con las profundas arrugas que cruzan sus mejillas y su frente.
Las manos, de dedos largos y nudosos, suelen detenerse a acariciar alguna cabecita morena que se pone a su alcance, cuando le piden que les alcance la pelota.
Esas mismas manos que, paciente pero metódicamente, barren las veredas de la plaza con una enorme hoja de palmera o trasplanta sabiamente retoños en los canteros y, a veces, vuelve a colocar, con inmensa ternura, algún nido de pajarillos que el viento tempentuoso ha tirado al suelo.
Al atardecer se aleja tarareando una vieja melodía de su patria natal y lejana.
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