Se bajó del colectivo y cruzó la ancha calle con las manos en los bolsillos y pasos ligeros hasta la mitad de la cuadra. Estaba a punto de tocar el timbre cuando el portero, uniformado de estricto azul, lo vio y le abrió la puerta. Agradeció y se dirigió al ascensor, subió hasta el octavo piso y llamó en la puerta de servicio. Tras largos minutos por el portero visor la señora preguntó _ ¿Quién es?
_ Soy yo, Juan, doña ...
_ Ya te dije que no me digas doña. Señora. ¡Señora! Pasá.
Empujó la puerta y cruzó el depósito, el lavadero, la cocina y llegó al cuarto posterior. Los cuatro perros que dormitaban sobre gruesas alfombras y blondos almohadones se despabilaron inmediatamente y saltaron a su encuentro, apoyándoles las patas en las piernas, pecho y espalda. Los fue acariciando de a uno, mientras les hablaba y enganchaba las correas a sus collares.
Con las correas férreamente asidas en la mano izquierda, para conseguir frenar el ímpetu de los canes, hizo el recorrido a la inversa y salió a la calle. El sol había vuelto tibio el aire, los árboles comenzaban a mostrar sus brotes nuevos de verde brillante y el césped entre la vereda y la calle estaba mullido y parejo.
Mientras caminaba, se detenía, según el ritmo y la decisión de los perros, e iba recogiendo los excrementos que depositaban, se volvió a asombrar de lo limpia que era esa calle. Las casas y edificios pintados, ordenados y los pocos peatones que circulaban a esa hora (la mayoría de los que transitaban lo hacían en automóviles).
Fue una verdadera suerte que el Padre Pedro lo hubiera recomendado para este trabajo; desde que había comenzado él podía aportar algo para que sus hermanitos pudieran comer todas las noches. Le gustaría ahorrar un poquito para comprarse unas zapatillas porque éstas no van a soportar mucho tiempo. Quizás si la patrona lo recomendara a alguna vecina o amiga podría conseguir otros perros para pasear y entonces podría renovar su ropa, ya que hasta ahora se había puesto el mismo jean y el mismo buzo todos los días.
A la hora regresó los perros a su habitación, los cepilló, les sirvió el agua y la comida (cada uno tenía sus propios recipientes), pasó la aspiradora por la alfombra y se despidió de sus amigos con caricias y la promesa de volver mañana.
En la cocina le pidió a la mucama que le avise a la patrona que ya había terminado. Varios minutos después apareció la señora y le extendió el dinero con dos dedos, le hizo varias preguntas sobre sus mascotas y le indicó que los sábados tendría que bañarlos.
_ ¿Algún problema?
_ No, doña, por mi está bien.
_ Ya te dije que no me digas doña. Señora.
_ Si, señora.
Se guardó los billetes en los bolsillos del buzo y volvió a la calle. Decidió no tomar el colectivo y caminar hasta la estación. Le iba a llevar más tiempo, pero se ahorraba el boleto. Apuró el paso y a ritmo firme llegó a la estación del tren que a esa hora ya estaba atiborrada de pasajeros. Se coló como pudo en un vagón; por supuesto imposible conseguir un asiento. Se apoyó en un caño y sintió el esfuerzo de la caminata. Estaba realmente cansado. Y además tenía hambre.
Al final llegó a su estación y logró salir rápido del tren. Hacía frío. Se cubrió la cabeza con la capucha del buzo. Se dirigió a la villa, sorteando bultos indefinidos en la oscuridad, montículos de basura y saltando las canaletas de aguas putrefactas mientras se internaba en el laberinto de casillas.
Sintió el caño en la nuca antes de la orden de que le entregara todo. Como un rayo le cruzó la imagen de las caritas de sus hermanitos, otra noche tomando sólo mate cocido y el ¡no! le surgió desde el pecho al tiempo que giraba con el brazo extendido y el puño cerrado. Sintió un calor en el pecho. Luego la oscuridad.
CUENTO - 7-10-13
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1 comentario:
Que bueno Alicia, aunque soy lenteja para la lectura, lo disfruto mucho. Escribís lindo. Gracias por tu cariño en el compartir.
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