Alfredo estaba hablando por teléfono en su oficina cuando entró su hijo Benjamín, le señaló el sillón y terminó la conversación. Entonces, con el móvil aún en la mano, se acercó a saludarlo.
_ ¡Hola pá! ¿Todo bien?
_ Si, hijo ¿y vos?
_ Pasé a saludarte ...
_ En una hora salgo, si me esperás tomamos algo abajo y luego de regreso a casa te dejo en tu departamento.
-Ok. ¿A ver, viejo? ¿ Cuánto hace que tenés este celular? ¡Estás totalmente desactualizado, tenés que renovarte! Sos un empresario. ¡No podés andar con esa antigüedad!
Fue inútil que Alfredo le explicara que él sólo lo usa para hablar y, a veces, enviar algunos mensajitos. La contundencia de los argumentos de Benjamín lograron que le diera el dinero para que baje a la calle y en cuarenta minutos regrese con un nuevo teléfono móvil de pantalla táctil con tecnología de última generación.
Esa noche Alfredo pasó horas leyendo el instructivo para poder colocarle el chip, cargarlo e intentar, inútilmente, recuperar sus contactos.
El manual de instrucciones le indicaba los pasos a seguir, pero el celular tenía vida propia: una voz absolutamente impersonal de daba órdenes categóricas de lo que debía hacer, y si Alfredo se equivocaba, o intentaba otra cosa, la voz lo amonestaba instándolo a volver atrás y recomenzar toda la operación.
¿Por qué se dejó convencer por el muchacho? Si él se las arreglaba perfectamente con su viejo Nokia. Si. Era verdad. Él no se llevaba bien con la tecnología.
Finalmente, agotado, desistió de la tarea, lo abandonó sobre la mesa de noche y se durmió pesadamente. No sabe cuánto tiempo alcanzó a dormir cuando la voz impersonal lo despertó repitiéndole las órdenes que no había cumplido. Intentó apagarlo. Imposible. El móvil había tomado vida y enviaba mensajes, contestaba a los que le contestaban, llamaba a conocidos o extraños y les gritaba órdenes, intercaladas con música frénetica, palabras en idioma desconocido y se movía al ritmo de la música que emitía.
Alfredo apretaba sin éxito el botón "apagar", pero en la pantalla le aparecía el cartel "espere por favor". En su desesperación movía la pantalla táctil y buscaba la configuración cuando le empezaron a aparecer escenas de catástrofes naturales: inundaciones, incendios, terremotos, tsunamis, sin solución de continuidad.
Intentó correr la pantalla con sus torpes dedos y se le abrió la página de internet con los títulos de los diarios que comenzaban a salir a a la calle ya. ¡No quería leer, no quería saber nada, sólo que el maldito aparato se apague!
En un momento vio titilar un punto rojo, lo apretó, esperanzado de dar fin a la pesadilla y se encontró en video conferencia con hombres y mujeres que discutían acaloradamente sobre el calentamiento global hasta que por un mecanismo que no supo discernir, todos hicieron silencio, se volvieron hacia él y comenzaron a gritarle "¡espía!", "¡un espía!".
Bañado en sudor, con el celular fuertemente aferrado en su mano derecha se dirigió al balcón y pese al vértigo que siempre le daba asomarse desde el piso venticinco, abrió la puerta con la mano libre y revoleó el móvil con todas las fuerzas que pudo reunir.
Lo vio caer pesadamente mientras los gritos de "¡auxilio!" "¡socorro!" "¡asesino!" le perforaban los oídos.
CUENTO - 5-09-13
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