Siempre me jacté por la rapidez para contestar, especialmente ante ataques, críticas o enfrentamientos. Era la "tanada" que habita en mi interior que me defendía de las agresiones.
Esa tórrida mañana de febrero, enfundada en el guardapolvo celeste, que me sofocaba, caminaba por la calle Moreno, rumbo a la escuela, arrastrando el portafolio cargado de carpetas, fotocopias, folletos, libros, útiles escolares y el mal humor de tener que pasar la mañana planificando proyectos, programas y actividades que después las urgencias y la realidad convertían en utópicas y se iban demorando, aplazando y restringiendo a lo largo del año, cuando el calor insoportable y el húmedo viento norte gritaban que el lugar ideal era la pileta, que seguía su temporada a pleno pero que yo había tenido que interrumpir por las directivas del ministerio que "bajaba" sugerencias enriquecedoras.
Me faltaban dos cuadras aún cuando pasó a mi lado una camioneta roja y su conductor me saludó
extremadamente amable.
¡Viejo verde! ¡Hijo de puta! ¡Pelodudo de mierda! ¡A esta hora de la mañana ya estás mirando mujeres! ¡Andá a laburar!
El rosario de improperios estalló en mi cerebro como un latigazo pero por alguna extraña razón, aunque abrí la boca ninguna se materializó en palabras. Quizás el calor me había secado la lengua y se me había pegado al paladar.
Con ese acontecimiento extra que aumentó aún más mi malhumor llegué a la escuela. La vorágine escolar me absorvió.
El primer lunes de marzo estaba en la puerta de la escuela, enfundada en el guardapolvo celeste, producida para la ocasión del primer día de clase, recibiendo a mis alumnos, cuando vi la camioneta roja detenerse exactamente delante de mí y al mismo conductor saludarme de nuevo ceremoniosamente y despedir con un beso a un niño que se bajó del vehículo y corrió hacia mí, a saludarme y recibir mi beso de bienvenida al nuevo año escolar. ¡Era el padre de uno de mis alumnitos! ¡Uno de los pocos padres que aún conocen y saludan a la maestra de su hijo! Los colores se me subieron a la cara, al recordar lo mal que interpreté su saludo la vez anterior, pero nadie se dio cuenta porque el sol de la una de la tarde nos había dejado sus dedos marcados a todos.
Ese día me propuse contar hasta tres antes de contestar, sea lo que fuere que me dijeran y de a poco, con esfuerzo, perseverancia y control, lo fui logrando.
Aunque todavía hoy, a veces la "tanada" me gana la partida.
CUENTO - 20-08-13
Recreación literaria basada en un hecho real.
Prosopagnosia es una enfermedad (muy poco conocida) que impide recordar rostros y nombres de personas conocidas.
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